"Michael Curtiz"

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Curtiz tuvo que hacer 40 películas antes de triunfar definitivamente con “El capitán Blood”, que daría a Errol Flynn la categoría de estrella en un solo golpe, y llevaba ya más de setenta cuando recibió el Oscar por “Casablanca”. Su historia es la del cine mudo, sonoro, en color, dorado y clásico, ya que a su muerte en 1962 todo se transforma. El Hollywood que había ayudado a crear desaparece con él. Los siete grandes estudios habían producido 167 largometrajes el año anterior, la cantidad más baja jamás registrada en la capital del cine. Con Curtiz se acabaron los directores que calzaban botas de montar para ir a los rodajes y comenzaban los tiempos dorados de la televisión.

Título: “Michael Curtiz”

Autor: Miguel A. Fidalgo

Editorial: T&B Editores

Páginas: 568

Precio: 27.00 €

Nota de la Redacción: El autor estructura el trabajo convencionalmente, comenzando con un joven llamado Mihály Kertész, nacido en una familia humilde en Budapest y atrapado por la magia del nuevo entretenimiento que son las imágenes en movimiento. Sobrevive a la desaparición del imperio austrohúngaro y a la “gripe española” que dejará más cadáveres por Europa que la peste del siglo XIV, convertido ya en una persona entregada al cine, hasta alcanzar el éxito como el director más prestigioso de la reducida Hungría. El largo periodo previo a su salto a Hollywood, reconocido ya como uno de los mejores directores europeos, no deja de resultar demasiado largo y prolijo para el aficionado convencional, que se mueve mejor entre referencias más reconocibles. Pero se llega por fin a sus pasos bajo la protección de Jack Warner y el comienzo de una carrera tan eficaz como excéntrica. Una mayoría de los que han trabajado con él, incluso valorando sus virtudes, comparten un mismo recuerdo, “… cuando perdía la paciencia era un espectáculo digno de ver. Las venas de su frente y sus sienes se dilataban, sus ojos tomaban un aspecto salvaje y su voz se volvía alta e histérica.” El que Bette Davis le llamara “el hungaro aborrecible” no sería relevante si no fuera porque la coincidencia con esa opinión era muy frecuente. Para Curtiz si el fin era una película, los medios podían pasar por el riesgo físico más real, pellizcar a un bebé para que llorara mientras fingía recolocarle la ropa antes de un plano, o el sacrificio de caballos con patas rotas para conseguir una carga realista de caballería. El autor no oculta ni subraya esos aspectos negativos de una persona poco capaz de afecto hacia sus colaboradores, fría y hasta odiosa para muchos de los que se cruzaron en su camino. Se separan las leyendas de los hechos comprobados y se incluyen anécdotas reveladoras de su carácter y costumbres.

Una de sus facetas más “peculiares” era su modo de conducir y su incapacidad para aprender inglés, asegurando al mismo tiempo que era el húngaro que mejor lo hablaba, proporcionan momentos de algo más que una sonrisa. Curtiz condujo durante un año su flamante Packard en segunda marcha antes de descubrir la existencia de una tercera; años después, su paisano y colega Andre de Toth también le mencionará como protagonista de una curiosa historia a su llegada a los estudios de Burbank:

«El guardia de seguridad de la puerta me explicó junto a qué plató me correspondía estacionar y cómo llegar allí. Suficientemente fácil. No pude encontrarlo. ‘Ocurre constantemente’, me dijo el guardia tras mi segunda consulta; me dibujó un mapa y marcó el lugar con una ‘X’. No quería discutir, había estado allí, no pude encontrarlo. Conduje de nuevo, observando con más cuidado. Leí los famosos nombres en la pared – Hal Wallis, Henry Blanke, Raoul Walsh, Howard Hawks, Michael Curtiz. ¿Tenía razón el guarda?. Sí. Había un espacio entre Curtiz y Hawks. Retrocedí, y allí estaba. Dormiría tranquilo esa noche, pensé. Estupenda compañía.

Me equivoqué. Después de un glorioso día y antes de una prometedora tarde estaba preparado para conducir, con la cubierta bajada, por las colinas de Mulholland Drive en mi inmaculado coche nuevo. ¿Coche nuevo?. El lateral desde la puerta del pasajero a la tapa del maletero estaba hecho pedazos, abierto en canal, de un golpe, como con un abrelatas gigante para coches. No moví el automóvil. Caminé hasta la puerta de entrada y se lo comenté a uno de los guardas. Estaba preparado para acompañarme y ver el destrozo. Informalmente me preguntó dónde estaba aparcado. Cuando se lo dije se detuvo y gritó a su colega, ‘Tenemos otra queja’. El otro guarda se acercó a nosotros con un montón de formularios, ‘Tendrá que rellenar éstos y nosotros lo manejaremos desde ese momento. Y puedo sugerirle que solicite otra plaza de aparcamiento, señor. Nadie quiere aparcar a la izquierda del Sr. Curtiz’.

Me sentí más pequeño con cada paso que dábamos hacia mi privilegiada plaza de aparcamiento. Nadie quería aparcar ahí. Desee que no hubiese dicho nunca eso, pero el guarda continuaba. ‘Ésta no es una de sus malas semanas, usted es sólo el segundo. Durante aquellas en las que tiene que ir mucho a la zona de atrás puede tocar –así lo llama el señor Curtiz–, tocar hasta siete u ocho cosas. Sus cosas significan farolas, buzones, coches, o cualquier cosa que esté cerca de las esquinas a su derecha. Verá, no quiere torcer a la izquierda; quiere conducir en línea recta. El señor Curtiz corta las esquinas de forma recta’.»

Una vez que la lectura alcanza los grandes años de Hollywood se vuelve gratificante, en muchas ocasiones divertida, y en dirección a ir comprendiendo los valores de un hombre que trabajaba para el público, con unas presiones extraordinarias y fiel a si mismo hasta que perdía la esperanza de conseguir lo que quería y entonces sencillamente hacía películas, muchas películas.

Con este fragmento de su primer gran éxito puedes valorar el tono y estilo del libro de Miguel A. Fidalgo.
Momentoclave.htm

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Elena
Elena
14 años atrás

'Traigan los caballos vacíos' era lo que decía Michael Curtiz para que llevaran los caballos sin jinete en la película La carga de la brigada ligera en la que trabajó con David Niven. Y el muy cuco lo utilizó como título para sus memorias.

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